Cuando pequeña, yo entendía que oración era rezar un padrenuestro, un avemaría, una novena o cualquier plegaria a un santo. Era pedir a Dios que me concediera algo que necesitaba, como pasar un examen o librarme de una situación difícil. En fin, para mí orar era una negociación que hacía con Dios. También recuerdo que solía asistir en familia a la Eucaristía todos los domingos. Además era costumbre en casa rezar diariamente el Rosario y una breve oración cada noche antes de ir a la cama. Esto era lo que entendía por orar.
Ya en la adolescencia, pasé por una etapa de alejamiento. Duraba meses sin asistir a Misa. Rezaba el Rosario por costumbre. Sentía un gran vacío y una indiferencia hacia Dios.
Tiempo después, luego de quedarme viviendo sola con mis padres, surgió en mí la necesidad de encontrarme con Dios, pues, no obstante a estar acompañada, me sentía desolada. Surgieron en mí muchas interrogantes acerca de situaciones que se habían dado en mi vida y que me hicieron sentir muy triste, como el hecho de la enfermedad y muerte de mi padre. Esto no me permitía ver la mano de Dios actuar en mí. No sentía ni siquiera su presencia. En fin, espiritualmente me encontraba en un letargo. Este estado provocó la necesidad de mantenerme ocupada, con la finalidad de no dejarme abatir.
Con esta actitud, el Señor me fue llamando. Fue ahí cuando tomé la decisión de integrarme a los equipos de la Iglesia, en la comunidad a la cual pertenecía. Pero era un trabajo que llevaba a cabo sin diálogo con Dios: era mucha acción y poca oración.
El sentido verdadero de la oración lo he ido descubriendo en la medida en que la ejercito. Han sido de gran ayuda mis experiencias de retiros, la reflexión de las Sagradas Escrituras, la asistencia a grupos de oración, el ser miembro de un ministerio de canto, y sobre todo la Eucaristía, pues en cada uno de ellos tengo un encuentro personal con Jesús, y esto me permite seguir afianzando mi pertenencia a Él.
Aprovecho los momentos de diálogo con Jesús, máxime si son tenidos ante su presencia Eucarística, pues ahí es que me siento más cercana a Él.
En tiempos de tribulación, mis encuentros con Dios se tornan más intensos, porque con Él hallo el alivio y la fuerza que necesito para seguir adelante. A Él le manifiesto todos mis sentimientos y emociones, soy auténtica en mis conversaciones con Jesús: si estoy enojada, si las cosas no son como las espero, le protesto y le manifiesto mi desacuerdo, mi impotencia, en fin, me siento en la libertad de hablarle en plena confianza.
No puedo dejar de mencionar a María.
Ella ha sido mi intercesora por excelencia, y la que siempre me recuerda el “Hágase en mí según tu palabra”, es decir, que debo acoger la voluntad de Dios. Siempre me he sentido unida a ella, por ser la madre de Jesús. Hoy día, meditar el Rosario es una herramienta importante en mi vida de oración. En momentos de contrariedad, Dios siempre ha sabido responderme.
En el trayecto de mi vida de oración han sido muchos los frutos que he obtenido y que me han ayudado en mi vida, de forma integral. Entre estos puedo citar: la fe, virtud que he podido cultivar al poner siempre toda mi confianza en el Señor.
La oración, entre muchas otras gracias, también ha impactado de manera positiva mi pertenencia con los que me rodean, especialmente mi familia, a la que he aprendido a valorar.
Orar me reta a una permanente conversión y a luchar para alcanzar la santidad. La oración y los sacramentos constituyen los cimientos sobre los que se encuentra edificada mi vida personal. Es para mí un estilo de vida.
Doy gracias a Dios porque en cada encuentro que tengo con Él, siempre está dispuesto a escucharme; me demuestra su amor y su misericordia. Exhorto a todos, a que acudan a este medio que Dios nos regala para estar en contacto permanente con Él. Así podrán vivir la plenitud y la gracia de experimentar su amor y los innumerables frutos que la oración trae a todo aquel que la vive; a no tener miedo de ir a los pies de Jesús. Él siempre nos espera para escucharnos, darnos su gracia y su amor.
Angy Pérez.
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